Por Mauricio Botero Montoya *
Mario Rivero murió infartado a sus 73 años. Envigadeño, buen conversador, enamoradizo, deja una obra poética sin barroquismo. Más bien clásica. Enfático al hablar dejaba la sensación de que había pensado a solas lo afirmado y lo negado. No decía bobadas. Conocía sus limitaciones y se cuidaba de dar opiniones económicas, por ejemplo. Pero tenía clara su visión estética. Su perspectiva para juzgar la pintura. Fue crítico y comentarista de arte. Como buen negociante paisa se hizo a una respetable colección de Boteros, Obregones, Graus.
Alguna vez conté cincuenta y cuatro pinturas en su casa solariega de
Simultáneamente con Monitor tenía un programa de tangos, tema en el cual era una autoridad. En el programa preparado por él, Mario tenía la gentileza de dejar que Judith Sarmiento absolviera las preguntas cuyas respuestas él le había dado por escrito con anterioridad. Ese programa radial tuvo éxito pero recuerdo las quejas iracundas de Mario cuando un radio escucha envió una carta diciendo que la única que sabía algo de tangos era Judith. Y no el preguntón de Mario. En su juventud en Medellín tuvo de amigo al pintor Fernando Botero, su compañero generacional.
Fue trapecista. Cantó tangos. Grabó un disco del que sólo se preservaba copia en un traganíquel de un burdel de Medellín. Allí iba el poeta a peregrinar su juventud perdida, a oírse cantar.
Con Mario muere una sensibilidad, una forma especial de sentimiento.