"El dios ebrio" de Hermínsul Jiménez Mahecha

Hermínsul Jiménez Mahecha. Pasto (1960). Licenciado en Filosofía y Letras (Universidad de Nariño, 1982), Magister en Etnoliteratura (convenio entre las Universidades de la Amazonia y de Nariño, 1996) y Doctor en Ciencias Pedagógicas del Instituto Central de Ciencias Pedagógicas de Cuba (2005). Profesor de las Universidades de Nariño (1982-1985) y de la Amazonia (desde 1986). Poemas, cuentos, ensayos y reseñas han sido publicados en varias revistas universitarias y periódicos regionales del país. Dirige, desde 2006, Maniguaje, taller de escritura integrante de la Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa del Ministerio de Cultura. Los cuentos aquí publicados pertenecen a El dios ebrio y otras ficciones (Colección Los Conjurados, 2009).



Variación

Existen historias sobre historias e historias sobre olvidos.

Un ermitaño llamado Sosístrato, varios siglos después, en el borde de la llanura calcinada, recibió la visita de un peregrino de mirada extraviada que le habló del mar humeante, de las ciudades arrasadas por la lluvia de fuego y de sentir bajo la piedra a la mujer atormentada, gimiente y sudorosa bajo el azote del mediodía.

Una historia cuenta que Sosístrato recordó a la mujer a quien la cólera del que todo lo sabe la convirtió en la figura de sal que, por encima del hombro, miró al misterio. Sosístrato quiso redimirla bautizándola y, en retribución, ella sólo pudo decirle una palabra y el ermitaño murió sin conocer las artes de su visitante.

Otra historia hace que el misterio perviva. A lo largo de los años, distintos viajeros se han visto sorprendidos como sonámbulos que despiertan lamiendo, embelesados, la espantosa amalgama de carne y de peñasco; muchas veces, además de los hombres, también las bestias recorren con su lengua ávida las aristas de la carne salina. Muchos viajeros dicen haber escuchado, en los jirones de viento que sobrevuelan las dunas, los gemidos placenteros y los jadeos sagrados de la mujer que recuerda, bajo la costra arenosa en su carne salada, los temblores y fuerzas que nunca podrá sentir el que todo lo sabe.


El dios ebrio

¿Quién puede afirmar que sólo su historia es verdadera? No todas las verdades han sido dichas y, siguiendo caminos diferentes, versiones de una misma historia terminan siendo sólo eso, versiones, ni siquiera confirmables por sus contemporáneos. Esta versión se atribuye a Polífones de Galilea quien la transmitió a sus hijos y éstos a los suyos a través de los lustros y los siglos, confiriéndole por ello un valor quizás más confiable que la fría consignación escrita hecha por un aficionado cronista de aquella época, año setenta y siete después de la muerte de Julio César.

Según el relato de Polífones, pescador de profesión, habían llegado cerca de su casa unos hombres que antes eran como él y que ahora seguían a otro a quien escuchaban con los ojos de no creer lo que oían y, con motivo de una boda, entre tantas cosas como las que se dicen en las fiestas, aquél había dicho “¿Mujer, qué nos va a mí y a ti? No es aún llegada mi hora” dirigiéndose a su madre y, más tarde, pidiendo a los servidores de la casa “llenad las tinajas de agua” y siguieron luego las risas, los comentarios y las bromas hasta que todos eran una sola fiesta.

Polífones, debiendo alistar las redes cuando aún el día era noche, levantóse y tomando sus ropas fue luego camino del lago en medio del silencio. A medida que había más luz, la voz se le secaba en la garganta y la respiración le dolía entre las costillas porque sus ojos no podían creer lo que veían: el lago se había ido, los peces eran bailarinas ondulantes entre las hierbas cercanas a la costa y algunos colgaban de los árboles de los alrededores; las aves eran torpes criaturas moviéndose en el fango; los botes estaban algunos volcados como antediluvianas criaturas mientras otros permanecían tirados encima de los techos de las casas; las cabras y ovejas balaban juguetonamente despatarradas sobre parches de hierba olorosa y fresca; y un asno que se alejaba de un bebedero caminaba de la forma más curiosa que se hubiera visto, dando dos pasos y quedando siempre con una pata en el aire casi a punto de caer. Después el eclipse fue total.

Al despertar, Polífones de Galilea supo que sus vecinos lo habían escuchado delirar y, con el sol metido en su cabeza, ya no pudo hablar. A los tres días, como si resucitara, recuperó la voz y contó el prodigio empezando con las palabras: "Parecía obra de un dios ebrio..."