Entrevista con Luis Cabrera

“Contra Warhol…”

Por Iván Beltrán Castillo

Mientras la horda de los repetidores profesionales, aquellos que persiguen en el arte el rastro de la estelaridad y solamente encuentran luz en los premiados y los triunfadores, se apresta para volver a venerar, ceremonia repetida hasta el bostezo en todos los puntos del orbe, la obra del norteamericano Andy Warhol (1928-1987), que será colgada está semana en la ciudad de Bogotá como una novedad exultante, Luis Cabrera, un artista colombiano enamorado de la discreción, las mujeres y el silencio, aprovechó un reportaje que le propusiera Con-fabulación, y auscultó la verdad atrapada en aquel circo mediático de obsceno colorido. Quiso, tal vez como una forma de alejarse del “yoísmo” implícito en toda indagación periodística, que el tema central del experimento fuera la imagen excéntrica del rubio, escandaloso norteamericano, embelesado por las latas de Coca-Cola y las sopas Campell, la sonrisa perturbadora de Marilyn, los rictus dramáticos de Mick Jagger, el gesto provocador de James Dean, la imagen endiosada y temible de Mao-Tse Tung, y por todo lo que es susceptible de transformarse en promoción de supermercado.

—Si Andy Warhol es el artista más influyente de la sociedad norteamericana —empieza a decir Luis Cabrera—, si es el vigía y el profeta de los turbulentos años sesentas y setentas del felizmente extinto siglo XX, significa que esa sociedad no era otra cosa que un vacío… ¿Cómo es posible que la memoria de aquellos años esté sintetizada únicamente en la frivolidad, la publicidad y la mitología casera? Warhol arriba en visita consular. Llega con el nombre retórico y triunfalista de Mister América… ¿será que podemos creer que esta sea la síntesis apoteósica de esa pesadilla con aire acondicionado que él fomentó con su perpetuo show? Ahora lo traen a Colombia para que seamos parte de la cena de escombros de los consumidores. Y lo recibimos como los ineptos y oportunistas politicastros de Neiva recibieron al embajador de la India, embelesados con su farsa, prendados de su nadería…

Los lectores querrán saber, por supuesto, quién es el personaje temerario, audaz, cuasi suicida, que se atreve a nombrar lo innombrable y a enfrentarse contra el ensordecedor murmullo de los aduladores de lo ya consagrado. Pues bien, Cabrera, nacido hace 49 años en Ipiales, Nariño, es uno de los creadores plásticos más vigorosos y sutiles de los últimos años. Su iniciación en el arte fue en 1972, cuando recibió clases del artista ecuatoriano Alfonso Reyes, quién nunca fuera demasiado famoso merced a su rutilante homónimo mexicano, ha obtenido muchos premios y en el 2002 fue seleccionado para participar en el festival cultural colombiano de Milán. Se trata del artífice de una obra inquietante aunque no pertenezca a las camarillas y a las roscas impenetrables que dominan las galerías y las cuartillas de los curiosos críticos de arte, y afirma haber paladeado desde un principio el hostigamiento de las modas, la oficialidad y la banalidad, que ocupan el centro de operaciones espirituales de la cultura; por ese motivo no se ruboriza al nadar a contracorriente frente a la leyenda del señor feudal del Pop, ni tampoco cuando decreta que: “yo perdí la inocencia cuando llegué a Bogotá. Hablo de la inocencia en su sentido original… lastrada de subversión, y que lleva implícita la mirada original, primigenia, sustancial…Llegar a Bogotá es, en muchos sentidos entrar en comunión con lo impostado, lo inauténtico, aquello que no le sirve sino a los mecanos y que, contrario a lo deseable, es decir la fecundidad de la memoria, extiende en nosotros una amnesia arrogante, una demonología vestida de luces. Cosas como Warhol no se pueden contrabandear sino en esta capital, donde uno llega buscando la transparencia y termina arrojado a las fauces de la impostura… Y después también se hace tarde para el regreso… por eso durante las últimas décadas he vivido en Bogotá la terrible, esta enorme fábrica de mierda donde se le encuentra más verdad a la victoria que al oxigeno, pero trato de tener mi casa y mi estudio en alguno de los pueblos cercanos, cosa que la vorágine del burgo insensato no me devore del todo.”

Afirma que los hilos conductores que van de una aventura personal, irrepetible y única como la suya, a la historia colectiva son sutiles, a veces impenetrables, herméticos en ocasiones, pero tan ciertos y expresivos como los que enlazan al amor con el olvido, a la comunión con la soledad o a la vida con la muerte, pero cree que se debe tener la mirada finísima del creador para notarlo, así como las palabras arrojadas del vidente para denunciarlo, aunque después se deba asistir a innúmeras y sanguinarias retaliaciones.

—La recepción del arte es una de las más acabadas formas de la estafa. Con frecuencia regresamos al teatro de las simulaciones. La grande y verdadera tentativa de un artista, su comunión con lo innombrable, está en quererse rechazado, incluso por los perdedores. Si un artista ya conoce dónde queda la salvación no es necesario para nadie.”

Estos ademanes iconoclastas, que algunos podrían tildar de extremos, arrogantes, teatrales y, por qué no, también poseedores de una savia mediática, son urgentes cuando el infinito juego de equívocos y mistificaciones mansas entra en acción para prolongar en nosotros lo que ya se convirtió en crepúsculo en los centros floridos de la cultura occidental.

—Sucede que nosotros todavía somos provincia, y entre más nos pretendemos hermanados con el latido irrisorio del supuesto mundo adelantado, damos más palos de ciego en la marcha para llegar a conocernos y fundarnos —apunta Cabrera, y retoma la artillería contra Andy Warhol, rememorando que él rubio y excéntrico artista lo que puso en marcha, antes que una exploración estética, fue una insurgencia publicitaria, y que movió a su antojo, como quién dirige una fatua orquesta sinfónica, a todos los partícipes y los intérpretes de los mass-media, y entonces remata—: Por algo le puso a su grupo de trabajo Factory, lo que alude sin duda a la producción en serie y mecánica, rapaz e insaciable de las sociedad capitalista, donde, como afirmara algún genial ensayista, la producción de desechos tiende a superar la producción de bienes. Sospecho de la unanimidad, la voz del consenso que pretende borrar todas las diferencias y anular el matiz. Y con respecto a Warhol existe hace mucho tiempo una sola opinión, esa que lo ubica como el gran sacerdote, la figura emblemática y el ícono del arte ultra-moderno. A mi juicio lo que el gran Papa del Pop inaugura es la decadencia del arte del siglo XX. Todos los cuadros y series que inventó son posibles hasta el límite de lo irritante, y yo amo los cuadros que, por el contrario, son imposibles. La única forma de aproximarse a lo imposible es la inocencia, y el norteamericano carecía por completo de ella. Todo artista termina por regresar, en defensa propia, a esa inocencia.

Pero como no solamente de Warhol vive el hombre, Cabrera quiso también tocar otros tópicos, recuerdos de su propio paso por el cosmos del arte, y donde también parece habitar la disidencia y la polémica, el sonámbulo gesto de los dioses blasfemos. Aclaró entonces que para él “la pintura no es otra cosa que una forma de conquistar a los demás… Ser artista es, llevándole la contraria a Heráclito de Éfeso, querer bañarse una y mil veces en el mismo río, pero se trata de un río difícil de domeñar porque en el arte, pero también en la vida, sólo vale la pena lo que ofrece resistencia, y nunca lograrás este imperioso cometido si te conformas, como tantos, en convertirte en Monsieur Lobby, si te dedicas a creer que entrando en la fila de los que esperan, mansos y patéticos, sus cinco segundos de fama, abrirás las puertas clausuradas, las únicas que en verdad son urgentes”.

—¿Y por qué cuando se habla de arte se merodea el territorio de la vanidad, los países insulsos de la crítica, los guarismos millonarios de las ventas de cuadros y los pormenores de la fama, cuando de lo que se habría de hablar es de antiguos atardeceres, de la huella impertérrita que deja en el artista la infancia, la atracción hacia el otro, y la sublime ebriedad que inoculan las mujeres? Yo no sé si seré un artista —exclamó de pronto, luego de paladear lentamente la última, deleitosa y apetecible frase—, pero sé exactamente quienes no lo son… Y miren ustedes que ahora descubro que en el arte colombiano vuelve a repetirse la metáfora del embajador de la India, que hace un rato le aplicamos a Andy Warhol: en nuestra plástica también abundan los embajadores de la India, falsos profetas venidos de falsos reinos lejanos y exóticos… y se les recibe con aplausos, lisonjas, loas pueriles y ridícula veneración. Con frecuencia se trata de saqueadores de memoria, como ocurre, por ejemplo, con Carlos Jacanamijoy… Él se arroga el derecho de representar un mundo mágico, una sensibilidad ancestral y una sabiduría chamánica. Y para hacerlo dice, por ejemplo, que trabaja cuando está en trance, cuando hasta el más cándido sabe perfectamente que todo artista, cuando trabaja, se encuentra en trance, porque todos nosotros anhelamos vivir como sonámbulos.

Pero, cansado de mirar hacia el horizonte servil de los impostores del arte, y de dilapidar la necesaria capacidad de desprecio inherente a todos los que nos consagramos a esta sublime necedad, Cabrera vindicó, con palabras redondas y jugosas como frutas tropicales, a los pintores que, a su juicio, constituyen el corpus trascendente de nuestra imaginación plástica. Y entonces habló de Alejandro Obregón, puntual esclavo de la belleza del trópico; de Luis Caballero cuyas líneas le parecen grafitos en el alma; de Darío Morales y su exploración de la caligrafía del cuerpo femenino; de Fernando Maldonado, el perseguidor de universos en apariencia cotidianos pero en realidad hechizados de surreal latencia; de Ángel Loochkartt, maestro de ceremonias de la noche insular con sus travestis y vampiros, de Juan Cárdenas, Nicolás de la Hoz, de Leonel Góngora y del Pollo Rodríguez…

Todos ellos constituyen, afirmó con desparpajo, “el Aleph que propicia la esperanza”.