CRONICA: Los jíbaros, el proletariado del narcotráfico

Por Iván Beltrán Castillo

Detrás de todos los imperios, y de todos los emperadores, respira la historia de un ejército de seres anónimos; los jíbaros, o pusher, o dillers, expendedores de drogas ilícitas al detal, al menudeo, puerta a puerta, y para los consumidores rutinarios son los alfiles de una guerra cruenta y de unos emperadores hasta la fecha indestructibles. Aproximación a los asalariados de la mafia.

Sus nombres son altisonantes, teatrales y con frecuencia falsos; nadie sabe cuántos podrían ser pues escapan a la ley de las estadísticas; tratan con todo el mundo, tienen contacto con las tres clases de la pirámide social, pero en las horas “normales” y diurnas nadie los ve, nadie los saluda: son urgentes por la noche y delincuentes por la mañana, y muchos de sus compradores hacen parte del bando que los combate y persigue. Su presencia es una demostración más del reinado del absurdo en Latinoamérica, donde la excepción le gana a la regla y pasan por corrientes hechos que en otros lugares de la tierra serían escandalosos e imposibles.

Son los jíbaros, el proletariado del narcotráfico, los parias del gran negocio, el estrato inferior del torcido multimillonario que desangra a Colombia y sonambuliza al universo, y que ha costado guerras, genocidios y lúgubres episodios. En realidad, con frecuencia, no se trata de personajes de apariencia maleva o peligrosa, sino de hombres y mujeres que, como los brujos de los filmes de Polansky, se imantan a la perfección con el universo normal y silvestre, que los fines de semana les hacen las tareas a los hijos, que pagan arriendo y votan en las elecciones, y su diferencia reside en el producto que mercadean rutinariamente para ganarse la vida.

Susurros o el atravesado del Bronx, la Abuelita del Perico, Walter Horacio el niño bonito de la pampa, César el cinéfilo, Abejita Blanco, La Mama Grande, José Obdulio Upégui, El Negro de la Veintidós, Dorian Grey Piraquive, Khaiyam el Llanero, Salvador o el Padrone del Basuco, Tirso de Rodríguez y El Cangrejo, son apenas algunos de ellos. Se trata de una nueva mitología lunfarda, fatal y macabra, ero también profundamente humana. Pocos se conocen entre sí, y todos pretenden vender la “nieve” más pura y óptima, y se ofenden con sus clientes, si estos ponen en duda la rapidez y calidad (¿o calidez?) de sus servicios. Unos esperan en sus casas la visita de los fieles compradores y otros, en cambio, pasan sus rutinas haciendo domicilios, atravesando la ciudad de lado a lado para llevar sus pedidos, en motocicletas, taxis, bicicletas o automóviles particulares. No faltan los que, como César el Cinéfilo, trabajan echando mano de la fluidez del Transmilenio capitalino o del metro de Medellín. Muchos llevan la merca entre estuches de violín o guitarra, entre libros venerables y sagrados como el Álgebra de Baldor, el Quijote o la Biblia o entre maletines de ejecutivos. Todos conocen el grado de drogadicción de sus “pupilos” y de muchos personajes públicos, pero no andan publicitándolo, pues se trata de un “secreto de confesionario”. Cotidianamente tratan con adictos y con simples aficionados.

Nunca tienen casa propia ni seguridad social de ningún tipo, y venden cocaína y marihuana, en la gran mayoría de los casos, basuco más raramente, y heroína sólo por excepción, pues le temen a sus efectos devastadores, y saben, los más fríos, que esta droga no es negocio, ya que sus aficionados entregan las armas en un tiempo record. Últimamente la balanza de los negocios parece inclinarse al Éxtasis, una pepa traída de Holanda y Alemania, que hace estragos y es la super-diva entre los jóvenes.

Los jíbaros son casi una institución colombiana, un capítulo de la violación de las leyes que es una tradición del país. Los fines de semana son su temporada alta, y por eso, muchas veces, descansan de lunes a miércoles, para enfrentarse al ajetreo irremediable que empieza los jueves, cuando estalla la rumba, la anarquía general, el imperio tiránico del caos y el fragor latino que nos consume deleitosamente. Según el Susurros, éstas son las horas pico del deseo, momentos en que “el diablo que todos tienen adentro se despierta y sale, como un loco, a buscar camorra, en donde sea y a cualquier precio. Entonces, los buenos, los corbatudos, los oficinistas y hasta los perseguidores de la droga, empiezan a desearla más que a su propia vida. Después de los primeros tragos, cuando atiza la danza y se sienten eufóricos y optimistas, dan su cabeza porque uno llegue a traerles su bolsita de placer”.

El Susurros tiene un aspecto cetrino pero respetable. Ha comerciado con drogas ilícitas (“pero los Sicotrópicos son mi línea”, acostumbra decir) desde la adolescencia y se hizo ciudadano norteamericano después de haber pagado una condena de más de diez años en Nueva York. También se hizo republicano y jura que ningún presidente está mejor dotado para comandar a los Estados Unidos que George W Busch. Sin embargo, nunca ha pensado en cambiar de negocio y se defiende de cualquier ataque diciendo: “Inmoral el que la necesita… venderla es un gesto piadoso… alguien tiene que hacerlo… esto del jibariato es más que una profesión: es un apostolado… somos los mercaderes del tiempo de la violencia.”

En su automóvil de modelo reciente, acompañado por una novia fiel, inquietante, de aspecto dadivoso y solícito, el Susurros viaja, a partir de la cinco de la tarde, por el norte bogotano, llevando unas bolsitas blancas cuyo precio crece todas las semanas, proporcionalmente a la disminución de la cantidad de droga que contienen. Según él se trata de la cocaína más limpia que se obtiene en las “cocinas del infierno”, que es como se conoce a los laboratorios donde se procesa, a toda máquina y a todas horas, el codiciado alcaloide. Entre sus clientes hay gobiernistas, liberales y conservadores, mamertos y trostkistas, paralamentarios, profesionales del derecho, grandes industriales, autores de libros exitosos y de mamotretos ilegibles, pintores y abogados de bufette, locutores deportivos, modelos y mercaderes de arte, astros de las telenovelas y hasta uno que otro militar de alto rango. Él se siente feliz de haberse codeado siempre con la “crema y nata” de la sociedad, y reclama el derecho de pertenecer a ella, pese a que su origen es muy humilde, y salió de las barriadas del sur. Su comportamiento en las reuniones y fiestas adonde es llamado, y en las que hace una visita fugaz pero exitosa, es agresivo, insolente, capaz de las bromas más pesadas y los retruécanos más procaces. Nadie le dice que no o enfrenta sus audacias, ni siquiera aquellos personajes poderosos que le conocen. Todos le tienen miedo porque, llegada la hora de abandonar los buenos modales, el Susurros, afirman, sería capaz de barrenar a plomo una asamblea de vírgenes. Sus habilidades para la violencia son materia de una leyenda que nadie desea comprobar o desmentir.

En cambio, la Abuelita del Perico, una señora de modales dulces, piedracielistas y un tanto pueriles, cuenta con la bien ganada fama de ser la pusher de los existencialistas. Nunca sale de su casa, toma discretamente, no alucina, odia las vulgaridades y cuando alguien profiere una en su presencia le reclama: “en mi hogar no sea verdulero”; En síntesis, la Abuelita del Perico termina siendo como una madre putativa de todos y cada uno de sus adictos. Como vive en el corazón de la Atenas Suramericana, hasta su puerta llegan los teatreros, poetas, aprendices de suicidas, filósofos, periodistas y cuenteros del Bosque Izquierdo, la Perseverancia, la Candelaria, La séptima y la Diez y nueve, es decir los vivideros de la Izquierda exquisita, los epicentros de los creadores fracasados y febriles. Por eso, alguno de ellos la bautizó irónicamente “la Gertruide Stein de la degeneración perdida”.

La Abuelita del Perico se pasea por su apartamento –una adorable joya kitsch donde lo popular se mezcla con lo guachafo, con una última cena flamígera donde Jesús luce rubicundo y ciertamente inmortal, y muchas porcelanas de patos y flamingos y borrachines y loros de cristal verdoso- luciendo unas pantuflas de los tiempo del Rock and Roll, y cuando la confianza hacia alguno de sus muchachos llega a convertirse en cariño, los atiende con chocolate y colaciones santafereñas. Los más extremos se acostumbran entonces a relacionar el aroma del chocolate caliente con los efluvios de la cocaína y terminan por asociarlos en su cerebro en una conjunción de júbilo vicioso.

Oriana, que es el nombre, falso o verdadero, de la Abuelita del Perico, es también, como el Susurros, de orientación conservadora. Dice ser uribista a morir, pide orden en este país de locos, cordura y rendición a los violentos, se sabe todas las estrofas del himno nacional y está de acuerdo con la re-elección perpetua de nuestro mandatario. Ella no tiene en su prontuario ninguna visita a la cárcel y ni siquiera a una estación de policía. Y lo explica: “Soy una mujer honorable y calmada como las de otras épocas. El amor me desilusionó muy temprano y quedé sola con mis dos hijos a los que saqué adelante con el sudor de mi frente, con demasiados esfuerzos, pero que ahora son profesionales y gente de bien, que le servirá a nuestra sociedad”.

De hecho, las vidas de los hijos de Oriana parecen la antítesis de su clientela: los dos terminaron carrera con lujo de detalles –administración de empresas y secretariado bilingüe-, tiene matrimonios sólidos, votan en los comicios (ambos por la derecha), obtuvieron trabajos bien remunerados, y ninguno de los dos resultó amigo de consumir drogas. Pero ni ignoran los oficios de su madre, y hasta le colaboran con las ventas en los días feriados y los domingos en la mañana, cuando la Abuelita del Perico sale a oír misa y a comulgarse en la iglesia de las Nieves. John Fitzgerald, como se llama el mayor de ellos, regresó hace medio año de los Estados Unidos, donde realizaba una especialización, y su madre lo recibió con una fiesta piadosa, amable, reposada, que habría parecido tediosa y ridícula a cualquiera de sus drogadictos. El hombre se integró perfectamente a la sociedad norteamericana, también se hizo republicano, y en la actualidad tiene un puesto jugoso en una transnacional. Por eso se cuenta en el bando de los amigos de le Dea y de los enconados defensores de la extradición. La abuelita del perico podría abandonar su trabajo pero “no lo hago por convicción moral y por salud. Me gusta tener mi propio chuzo… soy una mujer activa y si abandono mis negocios me voy a morir de melancolía. Además, no me gusta depender de nadie…”

El más fuerte, montaraz y escalofriante de estos asalariados del narcotráfico es San-Salvador, el Padrone del Basuco, vendedor de “susto” en un restaurante de comida santandereana, donde la pepitoria y el chivo no son más que pretextos para comprar esa droga amarilla que significa susto, escalofrío, viaje sin remedio hacia el purgatorio; el más decente y civil es el Sepulturero, que se la pasa con las obras completas de Rubén Darío bajo del brazo, y se viste de negro mortuorio, con un traje solemne que le regaló un director de orquesta morfinómano antes de suicidarse. El Sepulturero tiene ya más de sesenta años y afirma que este negocio, como todas las cosas de este mundo, no es de juzgar sino de comprender… y quedan ahí, con historias excepcionales, esperando la llamada de sus clientes para donarles una primera temporada en el cielo y las siguientes en el infierno, Walter el Argentino, o el Niño Bonito de la Pampa, que labora en un hueco donde siempre está de noche, y donde van a consumir los personajes del jet set y la farándula, durante jornadas insomnes que pueden durar hasta una semana; La mama Grande, una macilenta señora que gusta de improvisarse de chamán y dirigir los viajes de sus adeptos; Angelita Blanco, la tercera de una dinastía de expendedores sofisticados que han amasado una fortuna basada en la solidez del negocio de la cocaína, y cuya fundadora fue su abuela, muerta hace un año y medio y cuya sepelio parecía un congreso de drogadictos; Omar, el escritor de la paz, que es autor de varios libros ilegibles donde pondera la armonía y convoca la mansedumbre de un planeta mejor; Bola de Goma, que pagó cárcel durante seis años en Madrid, residencia que le costó dos balazos en las piernas y lo dejó paralítico, y quién guarda su mercancía debajo de una moderna y permisiva silla de ruedas, Olmedo Uscátegui, y muchos otros…

Este último únicamente vende cocaína porque: “Los aficionados a la heroína son muy efímeros y los del basuco muy callados… pero mire… la droga no es lo que mata… yo lo sé perfectamente… por eso, cuando los clientes ya están muy llevados uno les puede cambiar el producto por cualquier cosa… pared molida… harina… que importa… ellos nunca se dan cuenta aunque se pretendan duchos… cualquier merca no es más que un pretexto para hablar y hablar y hablar, para decir verdades, para comunicarse… y es que a nadie lo mata la coca, sino una sobredosis de miedo, una embalada de soledad…”