Lo conocíamos como un pintor incansable, industrioso agrimensor de la frontera que separa a la vigilia del sueño y a la realidad del deseo, sobrio propulsor de un continente onírico, representante genuino del intangible post-surrealismo latinoamericano y alguien que continúa alimentando el fogoso carromato de Luis Buñuel y George Bataille, Pierre Klossovski y Vladimir Nabokov, Marcel Duchamp y Remedios Varo, pero no sabíamos que tuviera además una fiereza tan grande para dinamitar la realidad desde la trinchera de la risa y el exquisito sabor de la blasfemia.
Un día nos enfrentamos con su primera caricatura y aquel fue el nacimiento de Maldoror, imprudente hermano del Conde de Lautréamont y heterónimo del talentoso pintor que se hace llamar Fernando Maldonado.
Y nos capturó con sus trazos complejos, casi barrocos, que recuerdan las hermosura adánica de los grandes comics y entonces supimos que habíamos asistido a la invención de un maravillado transgresor, un duende risueño y satírico dispuesto a denunciar cualquiera de las máscaras atroces de la realidad, y quién jamás olvida que la diferencia entre lo trágico y lo cómico es que son la misma cosa.
Este Maldoror, lunático y hereje, y quién seguramente no habría salido completo de un interrogatorio promedio de la Santa Inquisición, ha mostrado el lado turbio de los gestos del Papa y la sombra turbia del supremo tirano, el lado medioeval de la contemporaneidad y el lado contemporáneo de la antigua oscuridad, el lado ancestral del optimismo y el lado positivo de la fatalidad…. Su reino irónico ya nos es imprescindible.