Con delicadas pinceladas, como un gran cronista de prensa, el escritor y catedrático Fabio Jurado Valencia (Director del Instituto de Investigación en Educación de la Universidad Nacional), nos transporta hacia uno de los numerosos ojos del huracán que se abren, golosos, sobre Colombia. Se trata de un viaje a la corteza profunda de una región asediada por la amarga insularidad, la violencia y el estancamiento: Miraflores (Guaviare). Adelante una sabia mezcla de opinión y vouyerismo reporteril, que nos llama a extirpar nuestra cotidiana inocencia.
De Bogotá a San José del Guaviare, transcurren 50 minutos, en un avión focker. San José es un pueblo reposado en el día e incierto en las noches; lugar de convergencia de la multiracialidad colombiana; jóvenes y jovencitas van y vienen en bicicleta o en motocicletas de bajo cilindraje; las mujeres se dejan mirar o disfrutan al ser miradas. Desde el Café Colombia, ese sitio tan común en la esquina de la plaza principal de los pueblos colombianos, uno lee y conjetura sobre el mundo interior de estas muchachas y de sus hombres; del Chocó, de Cundinamarca, del Valle, de Boyacá, de Santander, del Meta… Migraron sus familias buscando un lugar, otro lugar donde disipar las amarguras y las carencias, no importa que este otro lugar sea también de frustraciones: finalmente la distancia propicia un cierto equilibrio y posibilita abrir de nuevo el mundo de las ilusiones.
En el día, el chismorreo, la risa, los saludos de uno y otro lado. En la noche, dos momentos: la vespertina, con el corrillo para definir lo que se hará mañana; la nocturna, con la comunión en los bares de la calle principal y las músicas contrapuestas: vallenatos allí, salsa al frente, y reguetón como haciendo un remolino entre una y otra música. Es todos los días. Lo que ya no existe en el centro de las grandes capitales, por aquello de la inseguridad, lo tenemos aquí, en un pueblo de veinte mil habitantes: vida sin afanes. Es extraño: ya no hay bonanza cocalera, dicen, pero hay maneras para resolver estas necesidades del espíritu, las de conversar, bebiendo cerveza o aguardiente, sin dejar de pensar en lo que ocurre más allá del casco urbano.
De San José a Miraflores, 70 minutos, en una avioneta para cinco pasajeros, con una carrocería deteriorada que deja ver la fatiga de los metales. Si cada día viajan en esto y no pasa nada, es decir, rara vez se caen, entonces uno se anima a subir: adelante los más gordos y atrás los más livianos; el capitán es quien distribuye; es necesario equilibrar los pesos; debajo van cajas y costales que contienen comestibles; muy raro nos pareció que llevaran papa, arveja, habichuela, tomates… para un lugar tan rural, como Miraflores ¿llevar leña p´al monte? Nos preguntamos. Después lo entenderíamos: las fumigaciones con el glifosato no dejan crecer lo que se siembra.
Abajo, nos dice el capitán, observen los cultivos; las avionetas fumigadoras no van hasta allá: ¿quién puede protegerlas en tierra con esta selva tan espesa? ¿Quién entra? Entran y salen aquellos que sabemos quiénes son, los que conocen esta selva como la palma de su propia mano, como sabían hacerlo en su territorio los vietnamitas. En efecto, desde arriba se destacan unas plantaciones que no hacen simetría con el tapete verde oscuro de la selva; las plantaciones de coca son de un verde más claro. Y uno piensa que la guerra nunca terminará, porque de allí no los saca nadie, entran y salen, cuando así lo requieran. Es inútil pretender rescatar secuestrados en esta especie de purgatorio como bien supo mostrarlo José Eustasio Rivera, en La vorágine.
Hubo día con sol, sin lluvia; la avioneta mantuvo su ritmo, pujando, esquivando una que otra nube. Avistamos el caserío. La avioneta da un giro extraño evitando pasar al otro lado del río; prohibieron tomar directamente la pista, dice el capitán, a veces disparan desde abajo. La avioneta se ubica para tomar un camino de tierra colorada. Vemos un camino no una pista; en este camino de barro, baja la avioneta, patina por momentos, finalmente se detiene. Estamos en Miraflores.
La policía revisa lo que llega. Nos saluda Mariela, una funcionaria de la alcaldía, quien en adelante estará pendiente de nuestra estancia. Un policía, joven, con los aditamentos de la guerra, nos dice que debemos presentarnos al otro lado de la pista; están recomendados por el alcalde, dice la funcionaria; de todos modos deben registrarse, replica el policía. Entonces vamos como regañados; el sol es fuerte al mediodía; se siente la selva húmeda. Pasamos el alambrado que delimita la pista. Nos presentamos ante dos policías, también jóvenes, atrincherados entre bultos de arena; registran el número de la cédula y nos hacen firmar en un cuaderno sucio, mientras ríen y hablan de la cita nocturna con una muchacha. Hablan entre ellos como si no estuviéramos. “Gonorrea, malparido”, son palabras que van y vienen. Los dos han estado con la misma muchacha y ahora disputan a quién le toca hoy. Hablan sin importar nuestra presencia; aquí valemos un bledo, con tanto armamento en el entorno. Nosotros con libros y ellos con cananas y pistolas. La guerra es un juego de niños. Seguramente se muere con ella, como jugando, porque no se percibe el miedo en ellos, como ya lo había experimentado en 1998, cuando me tocó padecer la toma de Mitú, pero quienes jugaban entonces eran los guerrilleros, también casi niños como estos dos policías ansiosos. Los jóvenes matándose entre sí. Es la peor desgracia que le puede ocurrir a un país; qué ha de esperarse en esta desesperanza que se acentúa cuando ingresan a noveno grado y no avizoran un mundo distinto al de la guerra.
Miraflores fue construido a uno y otro lado de la pista de aterrizaje. La calle del movimiento, la de los negocios, es larga; las casas son de madera, muchas abandonadas; algunas dejan ver lo que fueron: lugares de baile o de juegos de azar o de prostíbulo. La imagen del Saloon, en las películas de vaqueros, es inevitable. A las siete de la mañana, mientras el sol va despuntando y finaliza el toque de queda, la calle está absolutamente sola y uno imagina al vaquero del oeste en su caballo entrando al pueblo. Hay lugares, como Miraflores, que no requieren de retoques y de montajes para la filmación de una película, una película de vaqueros, de sheriff, héroe y bandidos. Miraflores es una maqueta, como Hollywood. Es una simulación, un proyecto de ciudad. Fue la capital mundial de la cocaína, dicen; los billetes no se contaban, se pesaban, y las avionetas tenían que hacer fila para despegar, diariamente; la justicia era administrada por la guerrilla.
Después del año 2003, Miraflores dejó de ser lo que quería ser: Hollywood y Las Vegas juntas. Hoy es la apariencia de lo que quiso ser, pero sus gentes, quienes decidieron echar raíces, son felices, aún a pesar de la incertidumbre y de los hostigamientos armados; ellos están allá, nos dicen, al otro lado del río; se ve que no tienen afanes, no se sienten acorralados sino tomando unas vacaciones; de vez en cuando disparan o lanzan un cilindro. Saben esperar, mientras la pobreza en lugar de disminuir aumenta.
El alcalde es un joven alto, con estudios superiores en administración pública que, según nos lo dijera, se negó siempre a involucrarse en la guerra y ahora lucha por detenerla. Camina por esa calle larga, mientras dos policías lo custodian; se detiene a saludar todas las veces que sean necesarias y sabe escuchar a quienes requieren de algún favor. Tiene criterio, sabe lo que busca y lo que desea de su pueblo; aspira a que cuando se detengan las fumigaciones haya autosuficiencia y no se dependa de lo que traen las avionetas, más que de lo necesario. Así Miraflores se completará: será el paraíso. Cree en los maestros y confía en ellos; está convencido de que la finalización de la guerra depende de la educación y de las oportunidades para crecer. Busca que los jóvenes bachilleres puedan salir del pueblo para continuar los estudios y evitar caer en la tentación de la guerra; confía en los apoyos de la Universidad Nacional. Nuestro trabajo se mueve en esta perspectiva: acompañar a los maestros en la transformación de sus prácticas y de sus imaginarios; mostrar cómo la creencia según la cual los muchachos no saben leer ni quieren aprender, es una falacia: lo que no quieren es lo que ofrece la escuela; “una escuela sin proyecto y sin currículo integrado es una escuela muerta hoy”. Pero estos maestros, tan aislados del mundo, la mayoría bachilleres pedagógicos o normalistas, no tienen los referentes ni la interlocución para construir esa nueva escuela para estos jóvenes que habitando en lo más profundo de la selva interactúan con Internet.
Los maestros se alistan para salir al menos por dos semanas de esta especie de isla que es la selva; cuatro meses continuos de aislamiento. Se ponen en la lista de los pasajeros para viajar a San José. Se requiere del avión grande, un DC4, que viene a San José cuando hay suficientes pasajeros y suficientes remesas para llevar desde Villavicencio. El avión llega. Hay una banca a lo largo del avión; allí nos ubican; al frente ponen las maletas y encima de ellas se sientan quienes no alcanzaron a tener lugar en la banca; van sentados encima de los bultos y de las maletas, como si fueran a viajar en un bus. El avión despega; lo pilotea una mujer con unas caderas que todos los hombres miramos, sin recato; es una mujer indómita; no hay brusquedad en el avión; el día está limpio y azul. Otra vez estamos en una película, ya no del oeste norteamericano sino sobre el retorno de un safari africano, con bultos, gallinas y tres militares. Cincuenta minutos después estamos en San José. El contraste es notable. Permanecen las imágenes de una geografía espectacular, de una familia cubea que marca las diferencias con las familias guayaberas: la tranquilidad y la robustez en la primera, en Miraflores, y el desasosiego y el hambre en las segundas, en el casco rural de San José. Esto también nos duele, como nos duele la situación de los Nukak-maku.