Las siguientes son las palabras del poeta y editor venezolano Miguel Márquez, director de la emblemática editorial El Perro y
Agradecer es un verbo que une al rito con los estados emocionales, a la fiesta con ciertos episodios, momentos y fechas. El que agradece pondera, distingue, desanda, funde frecuencias temblorosas en la rutina muchas veces triste de los días; señala actitudes capaces de reivindicar lo auténticamente humano, en el devenir constante, a veces sordo, otras mudo.
En numerosas ocasiones esta humana celebración irradia aquella extraña fuerza que anhelamos en la dimensión cotidiana donde solemos vivir, en la nostalgia, en la melancolía. Añoranzas por la pasión, por la magnitud sagrada, por la lluvia que nos trae noticias del apareamiento de los dioses, el encriptado misterio de la vida, la esquiva relación de las cosas que han sido, el fasto mitológico de las piedras y las cartas de amor. De allí que dar las gracias es un acto cualitativo ajeno a la ruda repetición de la costumbre. Es por ello que hoy, cuando se lleva a cabo el Festival de Poesía de Bogotá, esta decimoséptima edición dedicada a la poesía venezolana, agradezco en nombre de quienes hemos sido convocados.
Por un lado vamos a decirlo así: los libros, la lectura, la poesía, son fieles testimonios de la tarea, siempre inacabada, nunca fácil, de descifrar los signos de la existencia y su coloratura desigual y enigmática. Las palabras no tienen más, ni menos tampoco, que entregarse al diálogo con el tiempo y con la historia. Diálogo desmedido, necesario, indispensable para quienes buscan el corazón de los árboles en la maravilla y en la pulpa de las cosas que amamos o que despreciamos.
La escritura consagra la rebelión, la decidida apuesta por no quedarse con lo dado, la zanja, la grieta, diría Álvaro Mutis, que abre la inteligencia y la sensibilidad. De esta manera, lo escrito es profanación, escándalo, voz primigenia.
Así que cada verso, cada frase, cada aforismo, contribuyen a abrir hendijas y pasadizos en la circularidad de la condena, y a darle paso a nuestra indomesticable fidelidad para dar cuenta de una manera de ver y estar atentos a lo que ocurre, con los ojos primerizos de quién se confiesa en voz alta. Fuga, libertad, lucidez, fuego, revuelta. Quien deja las cosas como parecen ser no ha hecho nada en el caudaloso río de imágenes, en el ocaso constante de colores, encuadres, personajes, tonos de voz, gestos, movimientos corporales, formas de anticipar el duelo o la alegría, que componen nuestra existencia. En el contexto del hastío existencial que el imperio de las mercancías produce, la lectura es el único vehículo emancipador.
Si fuera por la abrumadora cantidad de información meticulosamente manipulada, a través de la radio, la prensa, el cine, la televisión, la publicidad, pareciera increíble que existieran poetas sobre la Tierra. Sin duda que somos como los afganos, como todos los que resisten y luchan (a lo mejor ahí deberíamos entender a Rilke cuando habla de la poesía como destino) contra mecánicas que buscan adaptarse al sistema enajenante y cruel que dibuja Chaplin en Tiempos modernos.
Intento decir y escribir lo siguiente: escribir equivale a desprenderse de las conductas previsibles y atender hasta el delirio a la incómoda e indómita proliferación de palpitaciones inéditas que la vida trae consigo. Lejos de las convenciones donde todo parecía tan aburrido, hueco, vacío, sumiso, dependiente, marchito, repetido.
La dictadura de los medios de comunicación no quiere a su lado a los poetas, ni a quienes denuncian las sombras de los intereses mercantiles y a sus sistemas de alumbrado, marginándolos y ubicándolos del lado oscuro de la luna. Por eso leer ha sido una acción largamente perseguida por el poder, o si no, que lo desmienta el Santo Oficio.
Hoy en día Venezuela, como lo dijo alguna vez el poeta Aurelio Arturo de Colombia, es un país que sueña.
No ha sido un regalo esta historia reciente, sino una conquista que poderes de diversa índole han intentado impedir, como ustedes lo saben demasiado bien, como para detallarlo aquí.
En Caracas hemos producido más de 50 millones de libros distribuidos de manera masiva, muchas veces gratuitamente. La política del Ministerio del Poder Popular para la Cultura ha sido la democratización, la inclusión. Hemos dado fin al axioma falsario según el cual el venezolano no lee, cuando lo que realmente ha pasado es que los libros tuvieron siempre precios inaccesibles. Pero hay algo mayor: La valoración del prójimo, de la otredad como razón de la política, de la acción colectiva puesta al servicio de una dignidad tanto tiempo postergada.
Esta política cultural está hoy a la vista de todos: Convertida en libro, estimulando los puntos de vista, el diálogo, la crítica, la tolerancia…