Por Fabio Martínez
Desde La vorágine de José Eustasio Rivera la novela colombiana no ha podido escapar a ese lugar oscuro de la violencia que ha atravesado nuestra historia. Esta constante se debe al hecho de que dentro de los géneros literarios, la novela es un mundo subterráneo que siempre ha dialogado con la historia. Desde Homero, historia y ficción novelesca han sido una pareja indisoluble que nos permite interpretar la historia con los ojos de la metáfora.
Desde sus primeros textos, autores como García Márquez, Arturo Alape y Alonso Aristizábal se interesaron por la historia, y particularmente, por la historia trágica del país dando cuenta de ella en sus cuentos y novelas.
Continuando con esta saga sobre la tragedia colombiana, que parece no tener fin, han incursionado escritores como Fernando Vallejo, Mario Mendoza y Jorge Franco, produciendo una “literatura sicaresca”, que basada en la magnificación del bandido intenta mostrar un mundo cruel y perverso.
Por su trayectoria literaria, parece que el escritor bogotano Evelio Rosero no hiciera parte de la literatura trágica donde el mundo gira alrededor de la muerte. Desde sus primeras novelas Mateo solo y Juliana los mira, veíamos en Rosero a un escritor más preocupado por indagar en el mundo afectivo de sus personajes, en los niveles de subjetividad de sus héroes y de sus heroínas, antes que en la literatura faústica que ha dominado buena parte de nuestras letras.
Como un buen escritor de oficio, Rosero era, ante todo, un autor lúdico y lúbrico, en el mejor sentido de la palabra.
Por supuesto, a lo largo de su trayectoria, ha contado con algunas temporadas literarias en el infierno, como se percibe en sus novelas El incendiado y Plutón; pero más allá de realizar una cartografía simbólica sobre los bajos fondos, el escritor colombiano nunca se dejó seducir abiertamente por el tema de la violencia y la muerte.
Con su última obra titulada Los Ejércitos, ganadora del II Premio Tusquets de novela y del Premio que otorga el periódico The Independent a la mejor ficción extranjera, Evelio Rosero entra a hacer parte de aquella tendencia de la literatura colombiana inaugurada en el país por Rivera.
En Los Ejércitos se narra la historia de San José, un pueblo pacífico, habitado por gente trabajadora que lleva una vida idílica. En el pueblo, aparentemente, no pasa nada; pero a medida que el narrador, quien es un profesor voyerista, se detiene en los avatares de la cotidianidad, se va descubriendo que reinan la desaparición forzada, el secuestro y la muerte.
Con Los Ejércitos, Rosero crea la metáfora terrible del pueblo que poco a poco va desapareciendo por la violencia para mostrarnos los dientes de la barbarie y el estado de indefensión en que se encuentran sus habitantes.
El pueblo de San José pasa de una vida paradisíaca a un infierno donde el derecho a la vida es violado por los ejércitos legales e ilegales que merodean en la oscuridad. San José es un pueblo acorralado por el miedo, instigado por el secuestro, y asediado constantemente por la muerte.
La villa de Rosero no es el pequeño villorio de García Márquez que se paraliza porque un ladrón se ha robado las bolas de billar. Tampoco es la estancia de Rulfo poblada de fantasmas. Es un pueblo donde a sus habitantes los van eliminando físicamente hasta que sólo queda un poblador: el profesor Ismael Pasos, que es el único que puede ver y contar la historia.
Con Los Ejércitos, Evelio Rosero retoma la temática de la violencia que se anunciaba en La mala hora de García Márquez y El llano en llamas de Juan Rulfo. Pero a diferencia de Gabo y Rulfo donde se percibe un tratamiento surreal que bordea con lo fantástico, en Rosero hay una invitación a volver al neorrealismo. Pero no al neorrealismo de la llamada “literatura sicaresca” donde los bandidos son los héroes de la historia, sino al neorrealismo de Todas las familias felices de Carlos Fuentes donde el pueblo es el protagonista de la historia.