Cuento de Sara Fernández Rey

Recogiendo el hálito de algunos autores cubanos como Guillermo Cabrera Infante, Pedro Juan Gutiérrez, Reinaldo Arenas y Severo Sarduy, así como la ambigua esperanza de la revolución, la española Sara Fernández Rey, nacida en Galicia, nos entrega en Habana Roja -libro de la colección colombiana Los Conjurados- un friso sensual, maravillado y contradictorio, lleno de personajes picarescos, situaciones excepcionales y con el deseo como perpetuo telón de fondo. El libro será presentado el jueves 18 de mayo en la Feria Internacional del Libro de Sevilla.


Salir de aquí es la única salida

A la triste jinetera


LA SOMBRILLA

Despertó en una cama de cuidados intensivos y miró alrededor. Desde la ventana, la flaca, pasaporte azul1 en mano, lo observaba. Los médicos le habían diagnosticado traumatismo craneoencefálico. Pronóstico reservado.

Llovía en la Habana. Cesaba, salía un rato el sol y volvía a diluviar. Los paraguas no servían de mucho; el viento los viraba y se destrozaban. La gente los llevaba plegados.

Él de Yurina, con el puño de madera, le servía de bastón. Días atrás se había doblado un tobillo al torcérsele el pie, calzado con las altas plataformas rojas. ¡Los últimos zapatos que le quedaban! El esguince resultó fuerte. Era la primera vez que volvía a caminar. Una venda mugrienta tapaba el derrame aún violáceo y una zapatilla cortada, más sucia todavía, albergaba el hinchado pie.

Después de parir al niño quedó gorda, barrigona y los hombres no le caían arriba como antes.

Desde que fue madre ya casi no salía, no bailaba, no tenía quien la invitara a las juergas, donde se cansaba de tomar tragos y esas cervezas a las que se había habituado. Pensó que con el hijo, el extranjero se la iba a llevar: ¡parecía tan enamorado! Pero no fue así, no quería responsabilidades y desapareció. Cuando vino a darse cuenta ya era tarde para sacarse la barriga. Quiso al niño desde que lo vio en el hospital. Pero le jodió la vida.

¡Ella, que tanto bonchaba2, que tan fuerte vivía a pesar de las dificultades! En aquellos tiempos se sentía libre, sin ataduras. De fiesta en fiesta, conocía todos los cabarets de la Habana. La llamaban «la reina de las jinetes». Bailaba tan bien que hacía enloquecer a todos esos yumas3 horteras4 que la sacaban de rumba y de los que se reía después de emborracharlos con ron, vueltas, giros y sensualidad. Cuando llegaban a la cama, a pocos se le empinaba5 y, a los pocos, mal. Barrigones, calvos, con pinta de tenderos de barrio. Macarras6 de cadena y anillos de oro. Le daba igual: salía, tomaba, bailaba y respiraba, haciendo guiños a sus compañeros y compañeras de oficio.

Ahora era distinto: cada día que pasaba se amargaba más. Con la lactancia las tetas no volvieron a ser las mismas. La barriga no retornaba a su lugar. No tenía tiempo para dedicar a sí misma y, su frente y ceño, casi siempre fruncidos, comenzaban a marchitarse. Debía hacer algo, pensó, empezaba a detestarse, a maldecir su vida y a odiar todo lo que la rodeaba. Incluso a las que veía en la calle con su antiguo uniforme, montadas en brillantes plataformas y vestidas como para hacer gimnasia: Esas Barbys que volvían locos a turistas y cubanos.

Delante de Yurina caminaba una pareja típica, él, negro, alto, corpulento, con pinta de guapetón. De su mano una blanquita delgada, moderna sí, pero escuchimizada7. Miraban el pasaporte azul. Se abrazaban y parecían felices, él reía a carcajadas. ¡Había pescado a una extranjera que se lo llevaba!, pensó Yurina, «¡¡¡Mierda!!!», gritó tan alto que se dieron la vuelta y la miraron.

Siguió obcecada, cadavérica, con ojeras por la falta de sueño «¿Cuando voy a poder dormir? ¡Coño! ¿Es que las madres no tenemos derechos?». Se miró en una vitrina y pensó que dentro de unos años estaría completamente ajada, decrépita. «¡A la mierda el socialismo, los macetas8, el pueblo, los turistas! ¡Los dirigentes!: Esos, esos tienen la culpa hasta de las secas9 y los ciclones». No resistía más.

Una película pasó ante sus ojos: Un día, hace más de diez años, cuando más bonita lucía y le iba tan bien jineteando, vio a un negro guaperas, alto, fornido, de labios gruesos finamente dibujados. Perfectos e impolutos dientes blancos y una sonrisa franca, llamativa. Bien vestido, pitusa negro y elegante camisa de raso amarilla, hablaba en inglés con un amigo. Debía ser de Jamaica, un rico jamaiquino y ¡rico para comérselo! Les preguntó la hora. Mientras Irán, el amigo, miraba el reloj, Lewis, el negrón, le comentaba algo en inglés. «Son las cinco» dijo Irán. «¿Te parece bien si tomarnos unas cervezas, linda? Invita mi amigo, es de Bahamas. Viene de negocios y yo soy su traductor, sé que le gustan las cubanitas hermosas como tú». «Yes, boy ¡adelante! Él, tampoco está nada mal ¿Adónde vamos?» preguntó Yurina. Hablaron entre ellos y comenzaron a andar hacia Los Marinos en la avenida del Puerto. Por el Malecón, ya cerca de Prado, se encontraron con una amiga de ella, también era vistosa y la invitaron a sumarse al grupo. Con Irán traduciendo iban hablando banalidades, bajo un sol que todavía quemaba. «¿Chico por qué no cogemos un taxi?». «Al yuma le gusta pasear, disfruta de nuestro malecón y está habituado al sol». «Aguanta chica que ya falta poco» le dijo la amiga.

Llegaron, se sentaron a la sombra mirando la bahía y charlaron al ritmo de la música que todos coreaban. De vez en cuando, mientras ellos hablaban, ella lo hacía con la amiga: «A este negro me lo echo hoy, ¿viste lo bueno que está? Y se ve que tiene fula10, mira el reloj de oro. Me lo tiemplo, me lo tiemplo bien templao, como no se lo han hecho nunca, y me lleva pa’ Bahamas». Después de unas cuantas cervezas y unos sándwiches, bailaron. Se pegaba a él, sinuosa, tierna. Le gustaba. Hoy no habría barrigones ni calvos medio impotentes. Sería su gran noche, lo enamoraría. Siguieron bailando con desenfreno, ella le bajeaba y él respondía con tremendo arrebato. La vacilaba a gusto.

«No te puede llevar al hotel, chica, eres cubana» dijo Irán. «Pero yo conozco un sitio cerquitica de aquí, limpiecito y correcto donde podemos quedarnos los cuatro» «Vamos a gozar» contestó Yurina.

Fue una fiera. Menuda noche, no la iba a olvidar en su vida. Ni ella tampoco. Se durmieron sudorosos, agotados y abrazados.

Por la mañana, besándola, la despertó: «Voy al hotel a por dinero, espérame aquí» le dijo por señas y en inglés. «Sí, mi macho» respondió ella y siguió durmiendo arrobada.

Meses después, lo vio sentado en una guagua y le sonó11 un galletazo: «¡¡Cabrón!! ¿Pensabas que no me ibas a ver más? ¡Desgraciado!, yo te mato». Él la miró y recordó. ¡Había pensado en ella tantas veces!, fue tan feliz aquella noche. Carne, carne cubana, magnifico culo, tetas bien colocadas y bonita, preciosa. «Chica mira que eres malagradecida ¿Acaso no pasamos una maravillosa noche? Quizás de las mejores entre tanta mierda que tenemos que tragar todos los días». «Me desgraciaste, me quedé esperándote». «Y yo con el deseo de volver ¡Pero quién ha visto! Jinetero y jinetera enamorados. ¿A dónde nuestros planes de enganchar a un yuma que nos saque? ¿De dónde los fula para la ropa que nos gusta y las juergas nocturnas? No chica, no, tú y yo somos iguales. Pero no sigas brava conmigo. Mira, aquel día habían caído en mis manos unos billeticos y me los quise gastar con gusto. Por eso te elegí a ti. Si te llego a decir quién era, que soy cubano, no vienes. Paseamos bajo el sol hasta derretirnos, porque no me llegaba la plata para el taxi. Bebimos, comimos, sólo un sándwich, no había para más, bailamos y templamos como locos en la posada12. Al día siguiente, mi amigo reía y yo lloraba. Pero no podía hacer nada. Hoy, por ejemplo, no llevo un peso para invitarte ni a un trago».

Ella lo perdonó, bajaron juntos y se despidieron deseándose buena suerte y pensando que tal vez un día se encontrarían en algún país.

Seguían caminando, el chaparrón había cesado, delante estaba él con su pasaporte nuevo y flamante, la flaca lo besaba.

La rabia contenida pudo más que ella. De un paraguazo le abrió la cabeza.