Habitamos el reino de los reflejos. El Hombre tribal estaba más comunicado que el temerario ser de las cavernas cibernéticas. Todos los artilugios tecnológicos que pretendían en su origen resolver la ausencia y la distancia, se han constituido en nuevas estrategias de escisión, de desesperanza, y nos han sometido a una mordicante soledad.
Todos los inventos que pretenden acercarnos o unirnos nos aíslan. Cuando en siglos pasados las tribus acudían a los tambores y al humo para enviar sus señales de precaución o de alianza, o a una hermosa fila de hombres-bandera que lanzaban sus mensajes por encima de los bosques, la comunicación todavía quizá era posible. El mensajero que llevaba su misiva por peligrosos senderos bajo las inclemencias del tiempo hacia una aldea lejana, quizá aún portaba el oro de la comunicación, de la adherencia. La carta que definía una guerra o la opción fatídica de un amor, cerrada con lacre y firmada con el relieve de un sello, o en ocasiones impregnada de lágrimas o sangre, aún instauraba una ensoñadora presencia, un poderoso vínculo con el adversario distante.
El embrujo del lenguaje que logra abolir las distancias y los tiempos, cumplía hace unas décadas con ese alto cometido, con su magia original de re-presentación y de requerido bálsamo. Así vimos la invención de tecnologías imprevistas, y haciendo un breve relato retrospectivo, participamos de las más inimaginadas tentativas por reducir las crueldades de la separación y nuestro solitario destino. El hombre del siglo XX fue viendo como su horizonte se transformaba con la invención de vehículos veloces que invadieron su nuevo mundo hechizado. Y omitió una pregunta necesaria: ¿De qué sirve trasladarse en un avión supersónico, si en verdad, sabemos por el proverbio árabe que el alma viaja en camello, y debemos esperarla un día o una semana, hasta que llegue de nuevo a nosotros?
Lejos del jet-lag y de la fatiga que se siente en itinerarios transoceánicos, los viajeros conocemos ese extrañamiento que nos invade cuando descendemos de un avión en un país extraño, en un idioma ininteligible, entre un paisaje humano que quizá nunca podremos comprender.
Al sortilegio del vuelo añadimos luego la transmisión de la voz, de la imagen, de la palabra y el embrujo de
Cuando los pobladores del siglo XX comenzaron a familiarizarse con el hechizo del teléfono, los más avezados advirtieron que en verdad la presencia era escamoteada y comenzaba un extendido diálogo de sombras que se ha expandido sin respetar linderos.
Y hemos excedido nuestro ingenio para construir ilusiones. La generación del celular llevó al extremo este extraño fraude y podemos engañar por minutos la ausencia al escuchar una voz querida que viene de la cima de un volcán en un distante país. “Damas y caballeros, los invito a la patria de la ausencia”, pareciera decirnos la deidad ubicua que llamamos civilización. Los caminantes se han desprovisto del paisaje que los circunda para ir en un profano soliloquio por las calles de sus urbes, hablando a personajes invisibles. Se hace oportuno recordar que anteriormente la ausencia era un privilegio de los muertos y que hoy hablamos con vivos desprovistos de presencia, víctimas de una prestidigitación tan cotidiana como incomprensible.
Añadido a esto el intento siempre infructuoso del hombre -en su experiencia consuetudinaria- que intenta conversar con alguien en una empresa, es por decir lo menos, patético. El mártir de la “comunicación” debe enfrentarse primero al monólogo ruin de un contestador automatizado que casi nunca puede resolver nuestra simple y elemental pregunta. La confusión se exacerba: el retorno de Babel se manifiesta en forma generalizada.
El dios del Antiguo Testamento que lanzó su maldición para recusar la arrogancia de los constructores de la torre que pretendía alcanzar los cielos, ha encontrado una versión más escalofriante. La diversidad de las lenguas que separó a los obreros de esa ambiciosa obra ocasionando su destrucción, hoy es el monólogo de una grabadora que va abriendo su laberinto, donde nos espera el Minotauro. Todos hemos sido víctimas de la comunicación destruida por los teléfonos, basta estar en un restaurante para observar que alternadamente una persona rompe el ritual alimenticio para rendir el tributo a la ausencia, vulnerando, prostituyendo la ceremonia de la presencia. Allí la profundización queda suspendida, la fraternidad y el amor son víctimas de ese entrometido aparato que en forma brutal rinde culto a lo ausente.
Esta nueva Babel es por un lado, la pesadilla del hombre condenado a comunicarse con un robot, obligado a reducir sus problemas a unas previstas fórmulas, y por otro, la de un ser inabordable porque habla con un fantasma vía celular a miles de kilómetros de distancia, que es escindido brutalmente de una obra de teatro o de una conferencia por una llamada seguramente ingrata. Es la del ciudadano que viendo televisión simultáneamente escucha música y chatea con múltiples desconocidos desde su computador portátil. El retorno de Babel tendrá implicaciones imprevistas en el ser que nos sucederá, y cualquiera que sea, es bueno advertir que se tratará de una inédita forma de la soledad.
La Babel que nos corresponde enfrentar no es la de una diversidad de lenguajes que funda una peligrosa confusión –reitero-, sino la de una sola lengua, un inglés minimizado, derrotado por las urgencias de la Internet. La comunicación, en su acepción absoluta, requiere de una ceremonia que hace posible la metamorfosis del yo en tú, del yo en todos. Demanda de un esencial travestismo lingüístico, implica, es importante decirlo, la fundación de un tiempo de significativos intercambios sensibles, y hemos visto que durante las últimas décadas, aquello ha sido quebrantado. Es paradojal que la civilización pragmática que abolió a los míticos espectros no cese de inventar irrealidades que, increíblemente, todo el planeta comparte. Vivimos un mundo abstracto, empobrecido. La crisis de la presencia, la crisis del lenguaje verbal, fecunda su desmesura.
El individuo del “Siglo de
Vivimos la incomunicación de hablar la lengua rota, casi imbécil –y plagada de errores ortográficos- de la Internet, la desgarradura de la voz ausente, la esclavitud de estar siempre y nunca en virtud de los satélites. Vivimos el autismo de una civilización agonizante.
Las Cavernas se reproducen raudamente y son todas ilusorias, por eso -es terrible pensarlo-: el elemental y deleitoso espacio que nos contenía empieza a desaparecer. Los paseos ya no involucran la geografía o lo hacen de una manera tan vertiginosa como abstracta. Los desplazamientos ocurren en los laberintos de la Red. Nunca había sido tan categórica la definición del Hombre temporal. Hemos creado por primera vez al ser sin realidad espacial, al que le ha sido arrebatado el derecho elemental de la presencia.
La amalgama hic et nunc (aquí y ahora) ha sido rota. Nos enfrentamos al nacimiento del hombre sin aquí.