Por Hernando Guerra Tovar*
Acceder a la poética de Julio César Arciniegas Moscoso (Rovira, Tolima, 1951), no es tarea fácil. Desde “Números hay sobre los templos” (2003) y “Abreviatura del Árbol” (Premio Nacional Casa de Poesía Porfirio Barba Jacob, 2007), el autor ha logrado entretejer un lenguaje del tal virtud, que hace de su obra una de las más interesantes de los últimos años en Colombia, en tanto la calidad de sus imágenes, la hondura, la reflexión, y esa clave, ese misterio, el intrincado manejo de los recursos estilísticos, en donde se percibe un paciente trabajo de decantación, de búsqueda interior, que “obliga” al lector a una mirada atenta, con el consiguiente goce y plenitud espiritual, elementos que vindican el quehacer literario en un momento en que tantos “poetas” se pierden en el facilismo, la epidermis o la vana ostentación erudita, para no hablar de quienes confunden el ejercicio poético con el lugar de la bufonesca.
El lector honesto y comprometido, siente un renovado placer en allanar el complicado tejido de esta palabra cercana al surrealismo, caer en su precipicio de certezas, vislumbrar las raíces que pueblan de destellos y milagros la más profunda oscuridad de su silencio, independiente del resultado pragmático, es decir, sin importar que al final no se logre desentrañar el sentido o propósito de la palabra contenida en “Consumaciones”(Colección Escala de Jacob, Universidad del Valle,2008), porque de ese recorrido solitario por los predios de la grandeza de sus imágenes, de sus metáforas, surge una alegría y felicidad tan altas, que comprometen al ser integral del lector en una suerte de experiencia mágica, de realización interior, de placer profundo. La palabra poética, antes de comunicación, comporta disfrute, deleite, exaltación de los sentidos, experiencia vital. De este hallazgo, habla el poeta Arciniegas Moscoso en su poema “Hendiduras:
Encuentro la luz revelada entre las hendiduras,
bellamente construida como llave o un feudo de sol.
Su despedida sucedió a mitad de los caminos,
aquellos que varían entre dos hileras de árboles,
junto a la intemperie, a la cavidad del hueso,
al cuerpo avasallado, y a la amnesia
como un agua maldita.
Acaso el hombre, predador multiforme, no logre detener ni detenerse en la “geografía” de su sueño avasallante, de la guerra por la guerra, y como la polilla, continúe “en la mudanza del universo y la compulsión de las tiranías”. Una palabra solidaria en la lucidez de la caída, del fragor terco, inevitable, de la miseria que conmina al desastre, al alimento de la escoria, al despojo ineludible, de las migajas arrebatadas con mano firme y alma temblorosa, surge entonces como paliativo en este devenir de espanto. El poeta sabe, y así se lo dice al lector como una posibilidad de siembra, al formular la pregunta que lleva implícita la respuesta cálida de esperanza, de cosecha, tal vez de sosiego, luego de reconocer la filiación de la tragedia en el horror de la barbarie, que sólo la poesía nos puede salvar de la consumación de la condena: “¿Sin la palabra dónde viviríamos? / ¿En las landas salvajes de los infortunados, / los perseguidos y los proscritos? / ¿En los anfiteatros donde toda rebelión es sorda? Y puntualiza con otra pregunta-afirmación todavía más elocuente, quizás más acertada que la bala que busca el blanco entre la profunda oscuridad del fuego: ¿Qué es el guerrero sino una conjunción del verbo?
Apéndices, profecías, lengua de los átomos, consumaciones. Palabras que advierten la hecatombe, palabras dirigidas a quienes fungen y detentan el más sórdido poder: el de “las monedas hijas del saqueo”, el “del borde de la revelación del agua”, el de “la soledad apostada de los genocidios”; con el deterioro acelerado de los ocasos, de la contaminación del sueño, y toda desgracia de patologías de la mal llamada modernidad del ahora, del aquí, del albañal y la cloaca:
Quién sino la guerra se detiene a ver
el viento de estas tierras que lo dan todo.
Uno jamás dimensiona las cargas que dan
caminos de sangre.
Si “lo bello es gozo para siempre” (John Keats), Julio César Arciniegas Moscoso canta desde ya a la posteridad intacta, en la belleza de su amada, de su poética y de su aldea; las tres fundidas en el hechizo del poema:
No estoy seguro si la belleza se escribe
pero a través de mis letras se cumplen tus formas,
los humos de tu voz, la gracia de tu acento,
el extraño equilibrio de tus pies desnudos.