Como si se tratara de una nueva, ardorosa comprobación de que “Vivir es perjudicial para la salud”, las cosas constructivas y las actividades ejemplares son precisamente lo que nos está matando, y en la actualidad, todo lo nutrido de arrogancia objetiva, soporta la carga viral de la violencia. Una sobredosis de “muscularidad” irracional y minuciosamente retrógrada, en el sentido de que, a más de paralizarnos nos devuelve a épocas regidas por leyes brutales y mandamientos omniscientes, empieza a revelársenos con fiero cinismo; como si se tratara de una prueba de que toda certeza engendra su contrario, y de que siempre estamos en la tierra indómita de la paradoja, las actividades más gozosas, inocentes, de signo positivo, fútiles, dignas de piadosos grupos familiares y de espíritus blancos, en una palabra las purificadoras del clan, son ni más ni menos los emblemas portadores de la muerte, la parálisis, la ruina y los inconscientes apetitos homicidas que todos llevamos muy adentro, convenientemente encadenados. El optimismo queda nuevamente en entredicho…
El fútbol, tan animosamente promovido por una sociedad que encuentra esplendor en todo lo que enceguezca la memoria, envilezca el alma, encienda furores insensatos y despierte el ánima tribal, se ha convertido en uno de los principales jinetes del apocalipsis post-moderno. Fatuo torneo imbuido de heroísmo caricaturesco, su legendaria función purificadora se desvirtúa cada domingo, y sus noticias han saltado de las páginas deportivas a las judiciales, al igual que las de los antiguos protagonistas de las páginas sociales. Sus enconados defensores –entre los que hay engendros del periodismo convencional, industriales, “traquetos” y novelistas- insisten en defenderlo, negando que, posiblemente, hay en su discurso, o en la utilización mercantil que de él han hecho, el germen de una competitividad rahez, una viscosa ansia de gloria, una ampulosa y mediocre ensoñación, y que todos estos elementos conjuntados no son sino espejos sumisos de lo que ocurre en la realidad-real, esa que respira lejos de la cancha y el estadio: entonces, pensar que la savia contenida en el ritual del balompié no tiene absolutamente nada que ver con los escándalos de sus seguidores, sería tan necio como postular que la delincuencia y los grupos sociales estrafalarios a los que conocemos como lumpen, nada tienen que ver con la sociedad de la que provienen.
Antídoto contra la verdadera rebeldía, este mezquino deporte parece confeccionado para ser el gran exorcista de nuestros temores y llagas y frustraciones y dolencias. Su lenguaje es universal en el peor de los sentidos, es decir con la misma universalidad de la brutalidad policiva, el terror sexual post-sida, la rapiña comercial y la voracidad bancaria, idénticos en Londres y
Como todo lo que vilmente necesita y fomenta un ganador, el fútbol se ha convertido en el detonante de nuestra mediocridad, y sus coléricos fanáticos, como los ilustres desahuciados del teatro de Beckett, desgastan la vida, obliterados ante una espera inútil, la risible quimera de una compensación triunfal que siempre queda más allá, en un futuro inasible y perpetuamente postergado, como el de los liberales; en otro tiempo donde, según la delirante hipótesis, se nos compensará el haber dilapidado sin rubor nuestro derecho a la esperanza.
Aunque condenables, los miembros de las barras bravas, los exuberantes Hooligans, los pequeños bribones que manchan de sangre las tribunas, los rufianes que lloran y se emborrachan y matan por su escuadra, los pichones de sicópata vestidos de rojo, azul, o verde, deben ser comprendidos en su exacta y triste dimensión, y su hoja de vida hay que entenderla como lo que verdaderamente es: una historia clínica y un retrato antropológico. Estos desadaptados, curiosamente nacidos de un deporte fabricado para adaptar el alma, son las otras víctimas de una alienación vestida de salubridad y de honor patrio. Las tardes de la espera se han hecho amargas, la promesa de que nuestro club o nuestra selección, es decir nuestra barriada o nuestra nación vencerá algún día, empieza a desesperar de la esperanza. ¿No serán estos argumentos los gemelos tenaces de la la promesa incumplida de la misma existencia? ¿No representa el sueño de una victoria justiciera en el deporte lo mismo que el profundo anhelo de un advenimiento del pan sobre las mesas, de una equidad en el trabajo, de una oportunidad que brilla por su ausencia? ¿La promesa del fútbol no es del mismo linaje que la promesa del porvenir? ¿El dolor que produce el “engaño” histórico de la selección Colombia no es el reflejo del dolor producido por la engañifa perpetua de sus gobernantes?
Alguna vez le preguntaron a Borges por qué odiaba el fútbol siendo un deporte tan popular, a lo que el venerable ciego repuso: “El fútbol es muy popular porque la estupidez es muy popular”… y la estupidez se está mostrando ante nosotros en toda su lamentable y rampante proporción.