Los géneros literarios se borran lentamente, las reglas de juego y las convenciones que fueran sacrosantas parecen ceder a nuevas latencias, y empieza a notarse un feliz eclecticismo en ciertos escritores que mezclan, yuxtaponen y hacen cohabitar al cuento con la poesía, a la novela con el ensayo, al poema con la filosofía, y que votan por cierta impureza salvadora. Estamos, posiblemente, cercanos a la muerte de los géneros y el nacimiento del texto. El siguiente relato de Amparo Osorio, autora de varios poemarios -Gota ebria, Migración de la Ceniza, Territorio de Máscaras, Memoria absuelta- y quién termina de cocinar Los Cuadernos de Aralia, su primera novela, es prueba concreta de esta sutil mixtura y anuncia el regreso de la confusión pre-socrática, donde los límites y las fronteras eran invisibles y todo resultaba válido si intentaba la fundación del hombre.
Quise decirle que el pasado ya no importaba, y ni siquiera existía la herida o la ceniza, ese hermoso vocablo para evocar algo que había sido y que ahora y desde hace mucho, ocupaba una rara y olvidada neblina.
Él había hecho su camino y yo mi duelo. ¿A qué entonces franquear el círculo para volver sobre antiguos rencores?
Quise pronunciar ese viejo dolor, el abandono, la juventud en trizas, las pupilas indagando un espacio, y el vacío sobre la piel en el fondo justo de las manos desnudas que como pájaros intentaron por años abrazar la nada.
Quise pero me abstuve, no sé si por piedad, por esa antigua devoción al silencio, o por no traicionar mis últimas estrellas.
La tarde había caído en una lluvia incesante y lastimera. El agua golpeaba la ventana triste con su sonido hueco y misterioso y me detuve en la inmensidad de sus ojos perdidos en el último relámpago.
Yo había amado esos ojos que ahora me resultaban tan extraños, tan hundidos en un lenguaje intraducible. Me había mirado en ellos y los había compartido bajo la indecible luz de diferentes lunas. En la claridad de incontables mañanas. En memorables tardes hundidas de bruma. En la alegría de las flores silvestres. En los caminos simplemente andados al azar, sin horario y sin rumbo.
Eran... ¿Cómo eran? Casi lo olvidaba. Ahora que estaban ahí, frente a mí, impenetrables y sombríos, confirmé que en el tiempo se disolvieron los destellos que poseían.
Tal vez había venido para la despedida y yo aguardaba las últimas palabras con una serenidad casi imposible. Ansiaba incluso oírlas porque durante muchos años permanecieron aplazadas. (“Toda palabra finalmente será dicha”, repetía mi abuela).
Lo miré de frente con más ansia de historias que de dudas, quizás imaginando sus dolores y sus sueños. Lo miré deseando compartir los desniveles de los años, con sus puertas y sus dudas, con las ondulaciones de los días, la huida de la vana esperanza... y por qué no, los amores con su esplendor y su ceniza.
Él callaba. Sus ojos una vez más parecían haber olvidado aquella tarde en que comenzó el amor. Pensé que ahora se paseaban también por inmóviles recuerdos, porque fugazmente los intuí como barcos quietos atados a un muelle indescifrable.
Hubiera podido gritar para abstraerlo del mutismo, pero sentí más digno acogerme a ese silencio que emanaba del estado perfecto de un interlocutor de la tristeza.
¿Respondería acaso a mis preguntas? No. Supe que no lo haría porque tantos años de ausencia no dejan ya preguntas, como tampoco dudas.
Contemplé su estatura y me detuve en las manos. Esas manos pálidas y firmes que muchas veces habían encerrado las mías con ternura como acariciando un pájaro desvalido.
¿Cuántos cuerpos, cuántas otras manos, cuántos árboles después de mí, habrían acariciado? Tampoco era una pregunta formulable y callé.
Al fondo de la habitación la cortina temblaba levemente.
De súbito me alcanzó un raro presentimiento. ¿A qué volvía?
Evoqué otra tarde de lluvia tan similar a esta, en que asidos de la mano saltábamos las populosas avenidas para terminar del otro lado de la calle sumidos en un abrazo profundo.
La de ahora, tarde húmeda de vagos y lejanos instantes que entraban y salían sin explicación, poseía un extraño e irreductible vacío.
Era preciso romper el silencio. Buscar la palabra puente para incitarlo a una mínima sonrisa.
Quise decirle que cada cual elige su desorden. Que amé de nuevo. Que crucé desnuda los filos del amor. (Tal vez lo supo). Quise decirle... pero sentí piedad. No se vuelve para la afrenta. Y ese súbito regreso continuaba rodeado de un indescifrable misterio.
Me limité sólo a contemplarlo de nuevo y a permitir que el corazón silenciosamente formulara sus dudas, pero el corazón iba y volvía en mí como un potro galopante que desarticulaba aún el inicio de cualquier palabra.
Encendí un cigarrillo y me llegaron sus cálidas seducciones de otro tiempo.
Pude haberlo lanzado sutilmente al espacio como en aquel entonces, pero su rostro de ahora estaba triste y un ademán de coqueteo, forzosamente resultaba inútil.
Lejana, sobre la tarde irrumpió una campana lastimera.
Me senté junto a la ventana con la sangre palpitando en el cerebro, mientras el viento traía las palabras del oficio religioso.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...
Volví sobre esos ojos que seguían espiando.
Nos hemos reunido hoy aquí...
Entonces le grite: que por qué a mí, por qué ahora, por qué después de tantos años...
Para despedir a nuestro hermano...
Él, acercándose serenamente colocó un beso en mi mejilla y yo lo abracé, lo abracé con ternura, sin rencores y sin palabras, sin preguntas ni reproches, lo estreché contra mi corazón como se hace con un buen amigo cuando parte y me quedé en la bruma de la habitación con los brazos vacíos, sintiendo uno a uno los golpes del cemento que impiadosos caían sobre la desconocida bóveda que lo contuvo.